Por Mauricio Araneda, Director de Vinculación con el Medio y Proyectos FEN-UAH.
Algunos de los actores políticos de nuestro continente no cesan de dejarnos perplejos y con amargura, ya sea por sus histriónicas promesas o por sus destempladas decisiones, revelando un desprecio absoluto hacia las instituciones que promueven el desarrollo del conocimiento humano. Su actuar se manifiesta en una simplificación ramplona de soluciones «fácil aplicación y conocidas» para problemas complejos.
Al otro lado de la cordillera, el ahora candidato presidencial Javier Milei prometió eliminar el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación si, finalmente, resultase electo en el país trasandino. Así lo declaraba, sosteniendo un plumón de tinta en la mano, en una entrevista en un programa de televisión, donde se le pedía que fuera tachando -en una pizarra- los ministerios que borraría en su eventual gobierno. Con displicencia, rayó con fuerza el de Ciencia (al igual que el de Trabajo, Educación, Salud, Desarrollo Social y Niñez y Familia; los cinco, dijo, quedarían bajo una nueva cartera que denominaría «Capital Humano»).
Cuando se le preguntó qué pasaría entonces con el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Conicet (máxima institución científica de Argentina, fundada en 1958; similar a nuestra Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo, ANID), sin ningún tapujo respondió que lo traspasaría a manos privadas, asegurando que «no se nota la productividad» que ha generado este organismo estatal.
También hace algunas semanas, el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, asestó un zarpazo a la producción y divulgación del conocimiento, ordenando el cierre de la Universidad Centroamericana (UCA), fundada en 1960 por la Compañía de Jesús, siendo el primer plantel de educación superior privado de Centroamérica y uno de los más prestigiosos de Nicaragua; Ortega sostuvo su decisión acusando a la UCA de haber «funcionado como centro de terrorismo» durante las protestas del año 2018. Y no bastando esta acción, el gobierno nicaragüense fue por más en esta persecución: canceló la personalidad jurídica de la Compañía de Jesús, confiscando sus bienes, argumentando que no habría cumplido con sus reportes financieros.
Todas excusas para acallar voces críticas. La Universidad Alberto Hurtado (UAH) en Chile, así como la Universidad Centroamericana en Nicaragua, somos planteles privados y con un autogobierno, pero con una clara e histórica vocación por lo público.
Ortega y Milei encienden las alarmas en nuestro continente. El primero, pasa a llevar con un «decretazo» la autonomía universitaria; el segundo, borra de un «plumonazo» el valor no sólo de la ciencia en sí misma, sino también el rol que cumplen los Estados, a través de su institucionalidad científica. El presidente Ortega apela a la simpleza para acallar las críticas al complejo escenario que se vive en Nicaragua. El cierre de la UCA se suma a la disolución de otras 26 universidades ordenada por su gobierno, vulnerando principios básicos como la libertad de cátedra, la libertad de investigación y la libertad de pensamiento; todas libertades que fortalecen las democracias.
Cerrar una universidad, por ejemplo, de las características de la UCA (donde se forjaron eminentes personalidades del quehacer nicaragüense), no es el camino correcto. Sólo es un portazo al desarrollo de conocimiento, innovación y del invaluable desarrollo del pensamiento crítico, lo que frena la prosperidad de los países y el bienestar su ciudadanía.
Milei también hace lo suyo. Su concepto de «modernización del Estado argentino«, despreciando a las y los científicos del Conicet, no hace más que reafirmar su mirada puesta en los resultados de productividad inmediata, jibarizando, sobre todo, el papel del Estado en materias tan sensibles y, por supuesto relevantes para cualquier sociedad, que requieren una mirada de largo plazo. Lo hace bajo la «receta» que, en nuestro país, ya conocemos muy bien sus efectos y sufrimos en su origen.
No es casualidad que los países tengan institucionalizada la producción científica, ya sea en el ámbito de las ciencias básicas como en el de la investigación aplicada, porque los privados, y esto es, sobre todo, una tendencia latinoamericana, invierten mucho menos que los Estados en I+D; ocurre así en Argentina y Chile, por ejemplo.
El desarrollo de las ciencias, qué duda cabe, ha sido motor de los avances de la humanidad, permitiendo, además, ir comprendiendo el mundo físico, químico, biológico y social que nos rodea. Para Milei, el desarrollo de la ciencia básica, aquella que busca comprender la dinámica del universo que nos rodea, sin utilidad económica o industrial inmediata, como sí la puede tener la ciencia aplicada, probablemente no tiene ningún valor. Pero aquí se equivoca: teorías de estas disciplinas han dado cuerpo a posteriores aplicaciones en bien del progreso. Romper las barreras del conocimiento, simplemente como ejercicio intelectual para comprender el mundo, es lo que también ha impulsado nuestro planeta.
La alianza público-privada en materia científica también la ha desechado Milei, siendo que es una alianza virtuosa que ha dado excelsos resultados como lo fue el esfuerzo mundial puesto en la producción y distribución de vacunas contra el Covid-19; ahí está el ejemplo de la Unión Europea (países como Alemania y España) que entregó aportes públicos a laboratorios para su desarrollo y posterior distribución; pero con este criterio de Milei, probablemente nuestro gobierno no hubiese estado a la altura para frenar el avance del virus en Argentina. Y con este mismo criterio de Milei, repartido por el mundo, no hubiese sido posible obtener la primera fotografía de un agujero negro en la Vía Láctea, retratado por el Telescopio del Horizonte de Sucesos (EHT, en inglés), un proyecto internacional público-privado que reúne a un conjunto de ocho telescopios milimétricos ubicados en distintos puntos del planeta –entre ellos Chile con los observatorios ALMA y APEX– en la que participan alrededor de 200 científicos.
De ahí que, el interés público lo debe velar el Estado. Los datos así lo demuestran: el sector privado inyecta recursos en I+D, principalmente en aquello que tiene un grado de utilidad inmediata y conexión con sus resultados de producción. Y es el Estado el que arriesga en aquello en que los privados se abstienen. Los ciclos temporales del Estado y del privado son distintos. Y definir la investigación tan solo con criterios de productividad económica es un completo error, porque la investigación científica es algo que traspasa las fronteras de un ciclo temporal de corto plazo.
Por eso, decimos que la simpleza ramplona de estas propuestas y acciones, no resuelven problemas complejos: Despojar al Estado de su rol en investigación no solucionará los problemas derivados del desarrollo. Y destruir la tradición de más de 60 años de la UCA, no solucionará los problemas que aquejan a Nicaragua.
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