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Educación para el trabajo: ¿tenemos un sistema?

Educación para el trabajo: ¿tenemos un sistema?

noviembre 13, 2017


Por Andrea Butelmann, Académica FEN UAH.
 Publicado en revista Observatorio Económico Nº 120, 2017.
La Comisión Nacional de Productividad (CNP), de cuyo consejo soy parte, ha sido mandatada a hacer recomendaciones con el fin de mejorar la formación para el trabajo. Este tema siempre ha sido importante pero se ha postergado por décadas y ahora, ante los constantes cambios tecnológicos, nos encontramos con una realidad desesperanzadora.
Una de las conclusiones que surgen es la necesidad de instalar un sistema de formación para el trabajo y dejar atrás lo que tenemos hoy: una serie de líneas de financiamiento de programas que no se articulan ni potencian entre sí. En efecto, si bien hay intervenciones, tanto a nivel secundario como terciario, y programas de capacitación en el mapa de las políticas públicas, mejorar cada uno de ellos no hará gran diferencia, puesto que cada uno es un compartimiento estanco, lo que lleva a que se multipliquen esfuerzos (por ejemplo, para la detección de necesidades del sector productivo-), también a que no se aprovechen economías de escala de la inversión en equipamiento, y a que los planes de estudio de distintos niveles no respondan a un criterio común ni preparen a los alumnos para el siguiente nivel. Además, no existe evaluación de resultados, ni mecanismos efectivos de información ante los 9000 programas técnico profesional a nivel terciario, más de 160.000 códigos de cursos de OTEC diferenciados que capturan más de 250 millones de dólares de fondos públicos por la Franquicia Tributaria y que no hacen nada por el avance profesional de los trabajadores, y muchas otras falencias más.
Lo que falta es un sistema de formación a lo largo de la vida para asegurar que las personas vayan acumulando y renovando sus competencias laborales, y que la enseñanza sea pertinente, es decir, que responda a lo que demanda el sector productivo. Tal sistema debe estar articulado para que los conocimientos adquiridos en cualquier institución educativa o en el lugar de trabajo sean certificables al momento de proseguir una trayectoria educacional y laboral.
La ironía es que la implementación de tal sistema corresponde a una política pública sofisticada, al igual que otras reformas en nuestra etapa de desarrollo. Sin embargo, la mitad de nuestra fuerza laboral es analfabeta funcional y los profesionales tampoco destacamos. Cabe preguntarse entonces, si contamos con el capital humano necesario para implementar políticas de este tipo. En el siguiente gráfico se aprecia el bajo porcentaje de adultos que alcanzan los más altos niveles de comprensión lectora en la prueba PIACC y el panorama desolador en que ese porcentaje en Chile para el grupo con educación terciaria es menor que para la población con educación secundaria en el promedio OECD.

Este nivel de analfabetismo funcional distorsiona el uso de nuestros recursos humanos. En el estudio sobre productividad minera de la CNP, resalta el hecho que, en las grandes minas de cobre en Chile, el 75% de los supervisores son ingenieros. En países desarrollados, sólo el 25% de los supervisores son titulados universitarios, el resto son trabajadores que han logrado progresar dentro de la empresa. Es probable que esta diferencia se deba justamente a nuestras deficiencias lecto-escritoras, ya que una parte del trabajo del supervisor es reportar por escrito y seguir protocolos. Así, tenemos muchachos recién egresados de la universidad a cargo de trabajadores mayores, con más experiencia y frustrados por el techo con el que topan en sus carreras.

LA EDUCACIÓN TÉCNICO PROFESIONAL

Si bien creo que toda educación es para el trabajo, entendiendo trabajo como la obra humana, el análisis de la Comisión se ha centrado en la educación técnica profesional –media y superior-y en la capacitación de los trabajadores. Alrededor del 40% de los egresados de educación media corresponde a alumnos de programas técnico- profesionales.
Algunos eligen la educación técnica por vocación o porque su metodología de enseñanza es más atractiva; sin embargo, para la mayoría la elección queda determinada por un bajo rendimiento académico y la necesidad de obtener pronto un oficio para contribuir a su manutención, ambas condiciones relacionadas a su nivel socioeconómico. En efecto, el 56% de los niños en liceos técnicos (EMTP) tienen padres que no han terminado la educación secundaria, lo que se compara con un 23% de los que van a educación científico humanista (EMCH).
Esta segunda oportunidad de alcanzar mayores niveles de equidad y productividad se ve frustrada por la poca importancia que el país le ha dado a este tipo de educación, lo que se evidencia en la subvención escolar que no da cuenta de los mayores costos de la modalidad técnico profesional (1), tampoco existen esfuerzos para medir sus resultados en aprendizajes y la pertinencia de la enseñanza queda a cargo del Ministerio de Educación que diseña los programas, los que no se renovarían con la frecuencia ni con el nivel de participación del sector productivo deseables.
La condición socio-económica de tales alumnos produce trayectorias distintas a las de sus pares que egresan de EMCH. En efecto, siguiendo en el tiempo a la cohorte que egresó de la enseñanza media el año 2007, si bien un alto porcentaje de los egresados de liceos técnicos eventualmente ingresan a la educación superior (63% vs 90% de los egresados de EMCH), muy pocos lo hacen inmediatamente; trabajan primero y van incorporándose gradualmente a la educación terciaria, tal como lo indica la tabla 1 y tienen mayor probabilidad de combinar estudios y trabajo (2).
Además, el 70% va a la educación terciaria de tipo técnico, mientras que entre los egresados de EMCH ese mismo porcentaje sigue estudios universitarios. Estos jóvenes, muestran una mayor probabilidad de cambiarse de carrera, lo que subraya la necesidad de mejorar la información sobre contenidos y proyecciones laborales de cada carrera y la orientación vocacional. También evidencia la importancia de que lo cursado en una carrera se pueda portar a otra sin necesidad de empezar desde cero, si tienen aprendizajes comunes.
Dada la caracterización, concluimos que es crucial que los alumnos de liceos técnicos egresen con competencias básicas –lecto-escritura, matemáticas, uso de software- que les permitan llegar a la educación terciaria en condiciones de aprovecharla y con competencias laborales suficientes, dado que lo más probable es que deban trabajar en algún momento antes de graduarse del nivel terciario. Tales competencias laborales no deberían ser muy específicas a un sector económico sino que tendrían que prepararlos en habilidades transversales y blandas que le permitan trabajar mientras se perfeccionan en el área que han escogido dentro de una rango mayor de alternativas y en forma más informada que cuando escogieron especialidad en la EMTP.

En el caso de la TP a nivel terciario, que es la opción más frecuente para los egresados de EMTP, también nos encontramos con problemas. Desde ya la multiplicidad de carreras con distintos nombres introduce muchísima opacidad y dificulta las decisiones tanto para el joven al momento de elegir su carrera como para el empleador para reconocer qué competencias adquiere el egresado de cada programa.
Adicionalmente, hay competencias que se adquieren justamente en la experiencia laboral y es importante que se puedan certificar para que el alumno prosiga con sus estudios, sin tener que cursar temas que ya domina. Pero eso no existe. Por un lado, las carreras son rígidas y más que determinar los aprendizajes a obtener la regulación pretende asegurar calidad por la cantidad de insumos, –horas de clases-. En cuanto a la pertinencia de la educación superior, existen esfuerzos para vincularse con el sector productivo, pero son realizados por cada institución y no benefician al sistema educativo en su conjunto.
En cuanto al financiamiento, nos encontramos otra vez con la poca importancia que se le da a la educación técnico profesional a nivel terciario reflejado en la Tabla 2.

Todo lo expuesto resulta en una baja tasa de titulación. En la cohorte del 2007, ocho años después de haber egresado de la educación media, sólo el 25% de los egresados de EMTP había logrado titularse del nivel terciario, lo que se compara con un 47% de los que egresaron de EMCH, que típicamente estudian carreras más largas.
Por último es necesario repensar el rol de la franquicia tributaria y otros programas del SENCE. El mayor gasto en capacitación en Chile es el que se destina a la franquicia tributaria, mediante la cual los empresarios pueden rebajar de impuestos lo invertido en capacitación hasta el 1% de su planilla. Este sistema fue pensado de esta forma ya que se suponía que los empleadores conocían mejor las competencias de las que carecían sus trabajadores y, así el gasto fiscal en capacitación tendría mayor pertinencia y calidad. La evaluación de sus resultados es muy negativa, tanto en calidad como en pertinencia.
Por tanto se requiere un sistema que coordine todos los esfuerzos y permita a cada individuo adquirir las competencias laborales que le interesen y que el mercado demande, en distintos momentos de su trayectoria laboral acorde a los cambios tecnológicos y las consecuentes alteraciones en la estructura productiva del país. Este sistema sólo podrá funcionar si tiene una gobernanza común a todos los niveles educativos y tenga poder político suficiente para articularlos. Al comparar la posición en el organigrama público del ente encargado de este rol en Chile versus su posición en países en que el sistema funciona adecuadamente, la verdad es que dan ganas de llorar. Si además pensamos en el tsunami tecnológico que se acerca, es imposible exagerar la urgencia de los cambios.


(1) Las especialidades de la rama agrícola y marítima tienen una subvención mensual de 10.800 pesos por alumno, en contraste con 8.000 pesos para los alumnos científicos humanistas. No obstante, especialidades de las ramas industrial, comercial y técnico la diferencia de la subvención con la científica humanista no sobrepasa los $500.
(2) En efecto, al tercer año de egresados de EM, un 32% de los inscritos en educación superior y que proviene de la EMTP estudia y trabaja formalmente, lo que se compara con un 12% de los egresados de EMCH.

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