Por Eugenio Giolito, Ph.D. en Economía, University of Maryland, EE.UU.
Publicado en revista Observatorio Económico Nº 98, 2015.
Uno de los puntos más discutidos en los últimos meses respecto de la gratuidad en la educación superior es -además del tema sobre cuál institución califica y cuál no- el de la aparente intención del gobierno de transformar un sistema “orientado a la demanda” a uno “orientado a la oferta”, donde la financiación va a depender principalmente de aportes basales a las universidades. Independientemente de que este supuesto “cambio de paradigma” no pueda ser llevado a cabo por el momento, creemos que vale la pena reflexionar sobre qué tipo de cambios implicaría en el sistema de educación superior. Nos adelantamos a decir que no serán demasiados.
Al respecto, la reciente discusión acerca de si el proyecto de gratuidad para el 2016 es o no una beca (“zanjada” por la ministra de Educación con argumentos “contractuales”) es un buen ejemplo sobre cuál es el eje del problema. Más allá de los objetivos finales, da la impresión -que en este caso la ideología ha chocado con la realidad. Excepto que la gratuidad cubriera al 100% de los estudiantes será necesario “contar alumnos” para la asignación de fondos a las universidades. ¿Puede verse esto como una forma de “voucher”? No cabe duda, con la salvedad de que aquí hay un grupo de instituciones elegibles. Esto explica que hayan salido tantas voces a comienzos de la campaña presidencial defendiendo la gratuidad para todos como “derecho” (confundiendo a la misma Presidenta que originalmente no creía que debiera haber gratuidad para los ricos). Suponiendo que la gratuidad llegara al 100%, ¿podría dejarse de contar alumnos? Con múltiples universidades, parece imposible.
Dado que al parecer, el modelo que algunos de los defensores del “sistema de oferta” tienen en la cabeza es el de las universidades públicas argentinas, y sin la menor intención de defenderlo (con conocimiento de causa), hay algunas características que dicho sistema cumple y le dan consistencia lógica:
1) El ingreso es irrestricto y en general hay una gran universidad pública por región (en la última década el gobierno argentino creó varias universidades en el conurbano bonaerense).
2) El sistema privado se constituyó en base a estudiantes dispuestos a pagar una matrícula a pesar de la opción pública gratuita.
En el caso chileno, la matrícula universitaria de este 2015 está compuesta por alrededor de 190.000 alumnos en universidades estatales y 150.000 en universidades privadas del Cruch, comparada con 370.000 alumnos en universidades privadas fuera del Cruch. A diferencia del caso argentino, las universidades privadas salvo algunas excepciones, reciben estudiantes que mayormente no pertenecen a los quintiles más ricos. Supongamos por un momento que la gratuidad se restringiera finalmente solo a un grupo de universidades, ¿quién absorbería la fracción de los alumnos a las universidades privadas que quisieran estudiar gratis?, ¿se expandirían las universidades estatales hasta que haya ingreso irrestricto?, ¿de existir, el ingreso irrestricto, sería para el sistema como un todo o para cada universidad, como en Argentina?Y si el primer caso es cierto, ¿cómo se asignarían los cupos entre las distintas universidades?, ¿se seguirá usando un test de conocimiento curricular como la PSU o se buscará evaluar la capacidad de aprendizaje? Sería deseable que durante el debate de la ley que se dará el próximo año se comiencen a escuchar respuestas a estas preguntas, aunque todo indica que preferiremos concentrarnos en cuánta plata le tocará a cada uno.
¿SISTEMA BASADO EN LA DEMANDA?
Un punto que no se ha mencionado entre las muchas opiniones sobre el tema es que el sistema de financiación de educación superior no se parece, ni por asomo, al sistema de “vouchers” de la educación básica y media, sino que es un sistema mixto donde el aporte fiscal directo a instituciones (públicas y privadas) es más que relevante. Lo que ocurrió fue que desde mediados de la década pasada se produjo una expansión de los recursos públicos destinados a becas y créditos en un sistema en el que la participación estatal -hasta ese momento- estaba destinada a mayormente al financiamiento directo a las universidades del Cruch (cuyos aportes también aumentaron considerablemente). (Ver Figura 1)1.
Si bien parecería que el concepto “CAE = voucher” es una verdad indiscutible para algunos dirigentes estudiantiles y rectores de universidades estatales, cabría aclarar (a veces hace falta explicar lo obvio) que el Estado es responsable por el CAE sólo cuando los estudiantes no lo hacen. Desconocemos porqué razón los datos oficiales incluyen como gasto público toda la erogación de recompra de créditos del Estado a los bancos. Dado que contablemente se está utilizando un criterio de “caja”, suponemos que en años venideros debería contabilizarse el pago de dichos créditos por lo que el monto debería caer sustancialmente.
Llama la atención, por lo menos a quien escribe, que se preste más ojo a la expansión del crédito que a la expansión de becas (paralela a la de créditos, Figura 1), que sí suponen una erogación fiscal en su totalidad. De este monto destinado a becas, la parte más importante se la lleva la Beca Bicentenario, que financia exclusivamente el arancel de referencia a estudiantes de los siete primeros deciles de las universidades del Cruch. La Figura 2, muestra el monto de beneficios por alumno por tipo de institución y permite visualizar que la importancia de esta beca es a todas luces comparable con la del CAE. ¿Es, por ende un subsidio a la demanda? Parcialmente, porque su entrega se restringe a estudiantes de 25 universidades. No es descabellado afirmar entonces, que el proyecto de gratuidad que se implementará el año que viene no es sino una variación de la Beca Bicentenario (no se exige rendimiento académico destacado, pero la cobertura es menor).
EL VERDADERO PROBLEMA
Entre tanta discusión contable, pareciera que estamos perdiendo de vista un problema de fondo. En la columna de opinión “Gratuidad con letra chica” (El Mercurio, 10/10/2015), su autor Luis Larraín, crítico acérrimo del proyecto, alegaba que si algunas instituciones prestigiosas deciden no participar del nuevo sistema, en Chile habrá universidades para ricos y universidades para pobres. El autor, probablemente por las razones equivocadas, planteó el problema de fondo. La salvedad es que en Chile ya hay universidades para ricos y universidades para pobres, y nada indica por el momento que ello vaya a cambiar.
La Figura 3 muestra la relación entre una medida de calidad del plantel docente (número de profesores jornada completa equivalente cada 100 estudiantes) y la fracción de estudiantes que provienen de colegios particulares pagados. Los datos nos devuelven algo que no debería sorprendernos: independientemente del tipo de universidad, quienes acuden a colegios pagos enfrentan un claustro universitario más preparado (note que la UAH se comporta como un caso atípico entre las universidades privadas). Un panorama similar se obtiene si evaluamos la investigación, medida en proyectos Fondecyt (que, en este caso, obviamos por razones de espacio).
Visto el panorama, cabría preguntarse si cambiará algo por darle gratuidad al 50%, 70% o al 100% de los estudiantes. No mucho, pues los estudiantes de orígenes más acomodados seguirán estudiando en mejores lugares. Por lo tanto, cuando se habla de gratuidad universal, creemos erróneamente que se está discutiendo si hay que pagarle la educación a los que más tienen, cuando el problema es otro. Al fin y al cabo, un subsidio de $20 millones no será la diferencia en una vida de trabajo, pero las condiciones de estudio si lo serán. La regresividad del sistema no está dirigida a quienes se financia, sino que se está financiando a los que tienen una mejor educación. ¿Hay algo más regresivo que eso?
Ahora bien, podría alegarse que llegamos a esta situación por la “lógica del mercado”. Por tanto a nadie debería sorprenderle que quienes más tienen accedan a una educación de mejor calidad, por más injusto que nos parezca. Al fin y al cabo, ese es el discurso de los defensores de la “financiación de la oferta”. Al romper con la lógica de los aranceles, reclaman que todos tendrán acceso a una educación gratuita y de calidad. ¿Es posible imaginar que una financiación enteramente basada en aportes basales pueda terminar con esta segregación educativa? Un ejercicio que podría servir para vislumbrar este escenario, es utilizar la distribución actual de los aportes basales para ver si en efecto sirven para “emparejar la cancha”. En la Figura 4 se muestra la relación entre el aporte fiscal directo (fondo de libre disponibilidad para las universidades del Cruch repartido en su inmensa mayoría con criterios históricos) y la fracción de estudiantes de colegios particulares pagados. Como puede verse, la asignación de dineros públicos a la oferta no difiere sustancialmente de la vilipendiada “lógica del mercado”. ¿Sirve esto de proyección de lo que está por venir? No lo sabemos, pero por el momento, nada indica que nos estemos aproximando a un “cambio de paradigma”, como creen personas más optimistas que quien escribe estas líneas.