Por Andrea Butelmann* y Lucas Navarro**. *Ph. D Economía, Universidad de Chicago y Directora del Magíster en Economía Aplicada a Políticas Públicas (MAPE), UAH. **Ph.D. en Economía, Universidad de Georgetown, Estados Unidos. Director Magíster en Economía UAH / Universidad Georgetown.
Publicado en revista Observatorio Económico Nº 93, 2015.
En una economía abierta -sujeta a cambios no controlables ni predecibles en los precios internacionales de sus productos exportables- la flexibilidad laboral (y todo lo que ayude a una empresa a adaptarse) es recomendable porque permite que la economía se ajuste y se optimice el uso de sus recursos¹. Mientras que la incertidumbre y los cambios son temidos por los trabajadores, resulta evidente que los sindicatos tiendan a evaluar las políticas según el grado de protección que éstas les otorgan a sus miembros: los que están empleados, y pocas veces, consideren la situación de los desempleados o las consecuencias de largo plazo que traerá una mayor rigidez laboral.
Con respecto a las consecuencias de largo plazo, los economistas hemos advertido que mientras mayores sean los costos y rigideces laborales para contratar y despedir, mayores serán los esfuerzos del empleador -dadas las posibilidades tecnológicas- de sustituir a los trabajadores por capital o por trabajadores en el extranjero. Además, se buscarán formas para contratar los servicios necesarios (más que a los trabajadores que los produzcan), para no amarrarse a costos de despido en el caso que sean muy altos. Es importante asimilar el hecho de que estamos adentrados en el siglo XXI y no a mediados del siglo XX, lo que significa, entre muchas otras cosas, que esas posibilidades tecnológicas para sustituir trabajadores son cada vez más sorprendentes y disponibles para todo tipo de tareas, incluso aquellas que consideramos “servicios personales”. Por otra parte, -y reforzando el efecto de la apertura al comercio internacional- que no existía hace cuarenta años- los cambios tecnológicos han reducido los costos logísticos para trasladar bienes entre países y continentes.
Así, pensar que uno puede volver a las rigideces laborales que existían hace 40 años, cuando los aumentos de salarios finalmente se traducían en aumento de precios, no es conducente a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores porque la competencia internacional simplemente anula la posibilidad de trasladar los mayores costos salariales a precios y, por tanto, el negocio se hace inviable.
En este sentido, la reforma tiene buenas y malas noticias para la flexibilidad laboral y carece de otras que se esperan hace ya décadas.
La buena noticia –aunque rechazada por las dirigencias sindicales- es que por fin, el sindicato va a ser un agente que aporte a la productividad y flexibilidad del uso del recurso humano dentro de la empresa, al tener la potestad para negociar cambios -con respecto a lo que indica el código laboral- en temas de jornada de trabajo. Según el proyecto: “Las negociaciones podrán incluir acuerdos para la conciliación del trabajo con las responsabilidades familiares, planes de igualdad de oportunidades en la empresa, acuerdos para la capacitación y reconversión productiva de los trabajadores, constitución y mantenimiento de servicios de bienestar, mecanismos de solución de controversias, entre otros. Adicionalmente, podrán negociarse sistemas excepcionales de jornada de trabajo y descanso, bancos de horas extras, duración y retribución de jornadas pasivas.”
Es claro que hay industrias que requieren distintas jornadas laborales ya sea en forma permanente (se ubican lejos de los centros urbanos donde habitan los trabajadores) o en forma puntual por necesidad de producir más en algunos períodos. Con estos cambios, los trabajadores podrán entregar mayor flexibilidad en sus jornadas a cambio de mejores salarios, lo que el empleador podrá aceptar si con ello aumentan los resultados de la empresa logrando así mejorar la situación de todos los involucrados.
La mala noticia es la prohibición total del reemplazo en huelga o descuelgue. No discutiremos que la gran arma de negociación de los trabajadores, como colectivo, es la posibilidad de ir a huelga. Pero ya hemos sostenido esta discusión en el pasado. Fue un tema difícil de enfrentar durante el proceso de reforma laboral en el primer año del gobierno del Presidente Lagos. En ese momento, se consideró que si bien el reemplazo en huelga debilitaba el poder de negociación de los sindicatos, su eliminación significaba darles demasiado poder, arriesgando la sustentabilidad de la empresa, sobre todo si la huelga se daba en un momento crucial de su proceso productivo. La eliminación del reemplazo en huelga daba además espacio para conductas oportunistas y desleales para influir en la extensión de la huelga. Un ejemplo relevante fue la huelga de los trabajadores portuarios en la época de exportación de la fruta.
Así, en 2001 se pensó que era más sano equilibrar los poderes de negociación de ambas partes. Es importante tener en cuenta que no es tan fácil para un empleador reemplazar a sus trabajadores, ya que éstos tienen conocimientos específicos que no es posible encontrar en forma inmediata en el mercado por períodos breves y, además inciertos. Aun así, para darle más poder de negociación al sindicato, se agregó un costo adicional: desde la última reforma la posibilidad de reemplazar a trabajadores en huelga sólo se puede hacer si la oferta del empleador cumple ciertas características y si se les paga a los huelguistas. Las características que debe cumplir la oferta del empleador para poder reemplazar durante la huelga son que las estipulaciones sean idénticas a las contenidas en el contrato vigente, reajustadas por el IPC del período comprendido entre la fecha del último reajuste y la fecha de término de vigencia del contrato y una reajustabilidad mínima anual igual al IPC para el período del contrato. Adicionalmente, se debe pagar un bono de reemplazo, que corresponde a la cifra equivalente a cuatro unidades de fomento por cada trabajador contratado como reemplazante. La suma total a que ascienda dicho bono se divide entre los trabajadores que participaron en la huelga.
Si se cumplen estos requisitos, el empleador podrá contratar a los trabajadores que considere necesarios para el desempeño de las funciones de los involucrados en la huelga a partir del primer día de haberse hecho ésta efectiva. Además, en dicho caso, los trabajadores podrán optar por reintegrarse individualmente a sus labores -descuelgue-, a partir del décimo quinto día de haberse hecho efectiva la huelga.
Podemos concluir que hoy en día, con la ley vigente, el reemplazo de trabajadores en huelga está sumamente restringido. Creemos que sería conveniente estudiar si ese mecanismo se usó alguna vez y qué debilidades presentó, para ver la posibilidad de mejorarlo antes de reeditar una conversación que ya se tuvo hace más de una década. Es posible, por ejemplo, considerar que el bono deba ser pagado no sólo en función del número de trabajadores reemplazados sino que también de la duración del reemplazo.
El reemplazo de trabajadores en huelga ya es bastante restrictivo según las normas vigentes, lo que en un contexto de baja sindicalización como el actual no parece haber comprometido significativamente la flexibilidad agregada del mercado de trabajo. Sin embargo, si con la reforma el porcentaje de trabajadores sindicalizados aumenta, este tipo de restricciones comenzarán a hacerse sentir con fuerza. Si de esta situación pasáramos a prácticamente prohibir el reemplazo en huelga, como es parte del proyecto, la situación podrá ser aún peor.
Lo que no toca este proyecto- y que atañe directamente a la flexibilidad laboral y su productividad– son las indemnizaciones por años de servicios. Existe un consenso entre economistas de todos los sectores, de que la indemnización por años de servicios resta flexibilidad al mercado laboral e incentiva a los empleadores a reducir sus contrataciones dado el riesgo de tener que bajar su nómina en tiempos difíciles a altos costos. Es decir, cuando la empresa va peor tiene que mantener la nómina o pagar montos ingentes para reducir los costos. Peor aún, este mecanismo no incentiva a los trabajadores que están en una empresa con problemas a buscar nuevos rumbos y prevenir su desempleo, puesto que prefiere esperar que se lo despida para obtener la indemnización. Esto es un claro ejemplo de cómo la inflexibilidad reduce los incentivos a contratar y disminuye la productividad laboral al dificultar que los empleados se muevan a las industrias o actividades donde pueden aportar y ganar más. Adicionalmente, la reforma del 2001 aumentó el monto de las indemnizaciones en más de 50% en caso de “despido injustificado”.
Como consecuencia de esta rigidez legal, menos de 70% de los trabajadores tiene empleos con contratos indefinidos, el nivel más bajo de la OCDE, según el Employment Outlook 2014 (página 148). La otra cara de la moneda, es que 30% de los ocupados tiene trabajos temporarios (el nivel más alto de la OCDE). Esto es, la rigidez legal tiene su correlato en una flexibilidad de facto en base al uso, y abuso, de contratos de trabajo temporarios.
Hace décadas que es indiscutible que es mejor que la indemnización sea a todo evento, para no producir estos incentivos negativos. Se suponía que el seguro de desempleo sería una primera etapa para lograr un mercado laboral más flexible. Sin duda, esta flexibilidad es más fácil de aceptar para los trabajadores si esperan tener cortos tiempos de desempleo y una alta probabilidad de mejorar su situación en el nuevo empleo. Eso pasa por mejorar nuestros programas de capacitación laboral. Pero eso ya es harina de otro costal.
1 Ver por ejemplo, Blanchard, et al. (2014) “Labor Market Policy and IMF advice on advanced economies during the great recession”, IZA Journal of Labor Policy, 3,2.
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